En torno a Miró (otra vez)

El verano de 2016 invertí una mañana en Aix en Provence visitando una exposición que hacía un recorrido por la obra de Turner y su relación con el color. En esa exposición descubrí hasta qué punto la pintura de Turner era pura innovación y no habría sido posible sin ciertos avances químicos con los pigmentos pero sobre todo sin su capacidad de entender cómo esos avances servían a su intención pictórica. La exposición era una maravilla, una de esas que tan raramente veo en España, en las que hay un relato y un camino y la sugerencia de cosas que descubrir. Que apelan a la curiosidad y a la complicidad del visitante. Que le dan hilos de los que tirar. Uno de aquellos hilos me llevó, en un salto mágico, a otro de mis pintores fetiche. Miró. A sus Constelaciones, más concretamente. Son unas pinturas pequeñas (como esos otros dos cuadros innovadores que Velázquez pintó para sí mismo en unos tiempos en los que los pintores pintaban para otros).

La serie Constelaciones de Miró, decía, está formada por unas veinte pinturas. ¿Qué tiene que ver esta serie con Turner? Todo. O nada. Depende. Resulta que Miró mojaba el papel en gasolina y lo dejaba secar, buscando una textura rugosa a la que le aplicaba un color de fondo. Esto creaba cierto efecto de transparencia y sobre eso pintaba. Es decir, la técnica al servicio del talento, el material al servicio del talento, experimentar hasta dominar las herramientas de trabajo como la única manera de conseguir transmitir lo que que quieres. Encima de aquel papel , una vez seco de combustible, Miró pintó su miedo y su tristeza y su necesidad de evadirse de aquel presente post guerra civil y pre guerra mundial un invierno que pasó en la costa de Normandía con su mujer. Mirando al cielo. Pintando el cielo sobre gasolina. Soñando cielos despierto. 

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El otro día, un viernes de otoño, paseando por el centro de Valladolid, vi anunciada una exposición gratuita de Miró. Y me quedé en la puerta del museo de la Pasión (que antes era una Iglesia) esperando a que abriesen.

En otoño las salas de museos abren cuando ya es noche cerrada.

No sabía qué me iba a encontrar mientras le daba mi código postal a la chica del mostrador a cambio de un tríptico que guardé y ni leí. 

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Había más de 50 litografías. Todas, diría, posteriores a 1950. Yo llegaba tarde a alguna parte pero aun así caminé extasiada parándome el tiempo que me pareció necesario frente a cada obra. Sonriendo cuando vi aquel cartel para una obra de Brossa que se estrenó en el 76 pero que su autor había terminado en 1945.

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En aquella obra de teatro surrealista y experimental en la que salía Lluis Homar, Brossa puso a un Clown a decir aquello de 

“Palabra: suprema vibración para aquellos que no son músicos” 

y a la mitad del elenco a desnudarse. Me gusta mucho Brossa puede que por los mismos motivos por los que me gusta tanto Miró. O puede que por otros distintos. Da lo mismo, en el fondo.

Llegaba tarde a alguna parte. Cada vez más tarde, pero en las paredes había pintadas frases que Miró dijo intentando explicar su concepción del arte. Frases como grafitis sobrios en muros cubiertos con una pintura irregular, como inacabada. Junto a una litografía donde solo usa tinta negra alguien ha escrito, por ejemplo, en la pared del museo de la Pasión: “Me siento en la necesidad de alcanzar el máximo de intensidad con el mínimo de medios” Y una no puede evitar mirar esas manchas como de test de Rochard donde es posible ver muchas cosas. Ojos, estrellas, cuernos, reptiles o traviesas.

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Las litografías de Miró, muchos de sus cuadros, algunas (pocas) de sus esculturas, me parecen una ventana a alguna parte. Un viaje. Con olores y sonidos. Hay algo sinestésico, probablemente onírico o tal vez simplemente libre, en quedarte de pie delante de una obra que tiene aparentemente solo una mancha roja de pintura. Un punto negro, 3 líneas también negras como por error allí, debajo de la mancha. Y no necesitar entender nada. Interpretar nada. Pero que en tu cabeza suene una canción y a tu nariz lleguen olores de frutas lejanas que hace siglos que ni ves ni pruebas ni desde luego hueles. La flor, lo que flota, lo salpicado, lo sinuoso. La flor. 

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Miró trabajaba como un jardinero. Y al caminar por la nave de la Iglesia otro grafiti en otra pared:

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Y un poco más adelante otra vez la tinta negra que igual lo resume todo, lo explica todo. Construye un relato que me sirva para racionalizar lo irracional.

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Igual es todo más sencillo. Conecto con lo que aquel hombre pintaba desde que dejó lo figurativo con influencias cubistas y se dedicó a hacer lo que quería hacer. Él dice que mató la pintura. Los listos de mi clase del instituto decían que sus cuadros los podría hacer un niño.

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Yo no conozco a ningún niño capaz de hacerme bailar al ritmo de una música que suena solo en mi cabeza, estando quieta en medio de una iglesia cada vez menos vacía y a la vez moviéndome dentro de cada litografía. Olvidando dónde llego tarde, qué hora es. 

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Yo no conozco a ningún niño capaz de hacerme fijar la mirada desde un extremo de la sala en una mancha azul y ocre que resulta ser una tormenta.

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  Hay algo eléctrico, supongo, algo cuántico, paradójico. que nos conecta con los otros de formas raras y a la vez sencillas.

 Y cuando los otros son artistas esa conexión los sobrevive.

Tags: #arte #Miró