Promenade blue
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No me gusta nada la portada. Absolutamente nada de nada. Es todo lo que está mal en una portada de un disco como este. Pero siempre he preferido odiar las portadas y amar las canciones de los discos que al revés.
A veces sólo se puede salvar la música. Y siempre hubo eso con las canciones de Waterhouse. Esa distancia que le gusta poner. Esas letras como de ejercicio de clase de literatura. Las palabras rebuscadas. Aprenderle los matices fingiendo que todo eso importa.
Adaptar un poema de un ganador de un Pulitzer y que parezca una letra suya. Todo eso.
Detrás el hombre que hierve, que aulla, que arde, que grita, que respira cuando no tocaba y de pronto es justo donde tocaba. Que no sabe lo que está haciendo. Que sabe de sobra lo que no está haciendo, Que conduce acelerando hacia el precipicio. La velocidad, el vértigo, la guitarra brillante. Esa seguridad de que nada caerá al vacío.
Hay reglas de la física que se anulan con el arte.
Ese paréntesis efímero donde no hay vacío ni existe lo sucio, donde el poder es solo la capacidad. Todos esos instrumentos convirtiendo el mundo en sudor y piel y condensación. Color pacífico, color cantábrico. Verde costa azul. Otra vez la costa azul.
Cuántas horas puedes pasar hablando de Le Corbusier, de Wallace Stevens, de las infinitas variedades de aceitunas que existen en el mundo, de la forma en que Miles soplaba, de la dureza exacta de un lapicero deslizándose por un papel poroso.
De lo poroso.
Cuántas horas puedes pasar sin decir ni una sola palabra en ningún idioma que conoces. Cuánto tardas en dejar de oír el roce de las escobillas cuando termina una canción. En que se te borre la sonrisa de placer. Delicada. Cuántas veces puedes repetir la misma advertencia antes de aburrirte definitivamente.
Qué puedes salvar de cada desastre. Cuánto aprendiste de la última vez. Cuándo se hará la gira de verano de 2020. Bañarse cada día en una playa, en una prueba de sonido. Cumplir 40 años todas las tardes un poco.
Hablar tan en serio mientras suena una percursión infernal que te levanta del asiento. Vamos a bailar. Vamos a volver a bailar descalzos a todas las velocidades y a todos los ritmos posibles. Vamos a ver cuánto tiempo puede mi cuerpo seguir temblando. Cuánto tiempo puedo hacer que mi cuerpo tiemble como un instrumento más.
Son tiempos menores. Suenan instrumentos de viento y yo sólo puedo estar atenta a una batería que juega conmigo al juego más viejo del mundo.
Waterhouse lo tiene todo bajo control. Ha medido preciso cada ingrediente de cada canción. Ha puesto la mesa simétrica respecto a todos los ejes esperando que seamos capaces de admirar toda esa perfección de la vajilla y aquí estamos nosotros. Colgados del aullido salvaje, del beat salvaje, del latido salvaje. De todo lo salvaje, desordenado, exagerado, teatral y desmedido que hay debajo de cada cálculo. Y por primera vez en mucho tiempo da igual cuál sea la verdad. Porque llegará el otoño y debajo de una chaqueta cuidadosamente elegida, con una etiqueta cuidadosamente cosida, habrá un hombre menos preocupado por su pelo perfecto de lo que estaría dispuesto a reconocer, sudando y tocando la guitarra con toda su alma. Como la primera vez, y la segunda y todas las veces. Como siempre. A veces hay que salvar la música porque la buena música lo es todo. Se tiña del color que se tiña mientras paseamos.