Libros para una pandemia
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Este 2020 he leído completos 45 libros por placer (no incluyo aquí los que leo por estudio o por trabajo).
La mitad han sido novelas o relatos y en la otra mitad están el ensayo, la poesía y el cómic.
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Este 2020 he leído completos 45 libros por placer (no incluyo aquí los que leo por estudio o por trabajo).
La mitad han sido novelas o relatos y en la otra mitad están el ensayo, la poesía y el cómic.
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EN 2021 pretendo leer autoras clásicas. Y he decidido que clásica es toda obra escrita antes de 1980, que es el año en que nací.
Como siempre, he pedido por tuister ayuda para hacer una lista de libros escritos antes de 1980 por mujeres. Hasta Nochevieja iré actualizando la lista aquí (pongo solo el primero que se menciona de las autoras más repetidas pero asumo que todas las menciones a una obra de una autora son extensibles al resto de su producción, si es que la hubo o la conocemos, que ese es otro tema)
Total, la lista:
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El año que pensábamos sin verano y acabamos teniendo verano. Verano raro de mascarillas y distancias. Mismo verano de jazz, Cantábrico y libros.
La vida, ya se sabe. Que no se sabe. Pero pasa, nos pasa y nos pasa sólo una vez. Y hay que disfrutarla todo lo posible siempre que se pueda, también en plena pandemia.
A mi leer me hace disfrutar mucho. Me hace la vida mejor en cualquier contexto y estado.
Pero como suele ser habitual en mi vida, en mis veranos, no leí todos los libros que compré.
Sí me dio tiempo a disfrutar de La Plaza del Diamante. De Rodoreda describiendo la Barcelona de preguerra, la de guerra, la de posguerra a través de una mujer que mira el mundo y siente el mundo que le rodea. Que parece no tener herramientas suficientes, no hacer profundas reflexiones. Parece. La prota de la novela es una mujer sencilla que te crees. Sencilla pero no tonta. Una mujer que abre bien los ojos, que sobrevive a su juventud ilusa, a su depresión.
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Como todos los años la compra es un mix entre la disponibilidad de los libros que me recomendáis, lo que me interesa y veo más adecuado para mi verano y que existan opciones alternativas (ebook baratongo, por ejemplo).
En general todos los años intento no elegir libros excesivamente duros para verano porque los buenos libros te afectan al estado de ánimo y prefiero los que me hacen pensar sin dejarme en pedazos dos días.
En invierno me importa menos, no sé muy bien por qué. Manías. Digamos. O la costra de salitre cantábrico y mi deseo de preservar esa sensación de felicidad infantil que ha mutado conmigo sin cambiar en lo esencial.
Total. Estos son los elegidos en el orden aleatorio en que los he sacado de alguna de las dos bolsas de tela en las que los he traído a casa:
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Este 2019 que termina he leído 40 libros por placer, una media de casi 31 páginas por día.
He conseguido mantener mi intención de leer al menos algo en los 3 idiomas en los que me defiendo.
En portugués, obviamente, la última novela de Peixoto. Mi hombre cuota, el que hace la lista “paritaria” a la manera en que los señoros entienden la paridad: si solo he leído a un autor hombre en los últimos 4 años será porque los demás no son lo suficientemente buenos como para merecer que les quite tiempo a las autoras.
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Sula es una novelita de 120 páginas. Escrita en 1973. Si te lees la sinopsis (cosa que yo casi solo hago después de leer un libro) dice algo muy simplón sobre dos niñas negras que crecen en un suburbio pobre.
Toni Morrison tenía 42 años cuando terminó de escribir Sula, que además era solo su segunda novela.
Bien. Por resumir mucho. Leedla. Es una genialidad que como todas las novelas geniales trata de todos los temas que te puedas imaginar.
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Este 2019 pasará a la historia como el verano del casimilagro. Sólo he dejado a medias dos de los libros. Claus y Lucas. Es un libro duro. Mucho más adecuado para cualquier estación del año menos cálida. Pensado más bien para leer con una taza humeante y una manta en algún sofá con alguien al lado que te quiere lo suficientemente bieni como para dejarte leer tranquila. Claus y Lucas es un libro poco pensado para playas, trenes, siquiera metros. Hay una maestría en Kristoff, sin embargo, que me ha hecho reservarlo para el comienzo del otoño. Cuando termine de leer los testamentos de Attwood. Claro.
Dice Lara Moreno en uno de sus poemas de “Tuve una jaula” q cada vez está más vieja. Mira, bendita vejez si la vejez es eso arrollador q me está dando así la vuelta. Eso descarnado, eso vivo, eso que late y sangra y suda y cicatriza demasiado lento. Ese deseo mantenido en formol. Ese deseo mantenido en formol que no tiene que ver con el amor, ni siquiera con el recuerdo. No, al menos en mi caso, y es solo, puramente, la complicidad sin miedo de aquellos tiempos. Mirarnos y saber que nos entregamos sin más y eso permitió que algunas cosas sobreviviesen intactas.
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Escribir en la cajita que no es blanca porque en el SXXI hemos resuelto el miedo a la página en blanco eliminando las páginas y el fondo blanco.
En el siglo XXI tecleo, sin embargo, en una cajita amarillo pálido. El mero hecho de teclear ya es raro de tan normal.
Aun recuerdo cuando aprendí mecanografía, a usar todos los dedos, a conectar los dedos con las neuronas, con la piel, a darle a eso la velocidad precisa. O la lentitud necesaria.
La gimnasia. Permitir a mis dedos torpes, a mis manos gordas, a mi zurdez reconvertida, alcanzar el ritmo alocado al que pienso o siento o lo que sea algunas veces.
Dejar de escribir a mano porque con el boli, esas mismas veces, no soy capaz de ir tan rápido como el impulso extraño.
No saber qué demonios vas a escribir.
La metáfora de siempre.
Escribir en la cajita que no es blanca porque en el SXXI hemos resuelto el miedo a la página en blanco eliminando las páginas y el fondo blanco. En el siglo XXI tecleo, sin embargo, en una cajita amarillo pálido. El mero hecho de teclear ya es raro de tan normal. Aun recuerdo cuando aprendí mecanografía, a usar todos los dedos, a conectar los dedos con las neuronas, con la piel, a darle a eso la velocidad precisa. O la lentitud necesaria. La gimnasia. Permitir a mis dedos torpes, a mis manos gordas, a mi zurdez reconvertida, alcanzar el ritmo alocado al que pienso o siento o lo que sea algunas veces. Dejar de escribir a mano porque con el boli, esas mismas veces, no soy capaz de ir tan rápido como el impulso extraño. No saber qué demonios vas a escribir. La metáfora de siempre. El caramelo La lengua. Lo que se derrite. Leer a Belén Gopegui definir la poesía como una exactitud inesperada. Leer cada una de sus palabras exactas, no sé si tan inesperadas, no sé en cuántos sentidos de la acepción sus palabras me resultan inesperadas. Leer a Gopegui mencionar a Google como el ente, como la máquina, como el monstruo que nos traga y nos aprende y nos busca los rincones pero se olvida de algunas conexiones. Escribir esto en una cajita amarillo pálido patrocinada por google. Una que se sincroniza con nosecuantos chismes, servidores, nubes que no vuelan, cables y chips y luces de colores que recalientan sótanos en lugares distintos del mundo. Escribir esto en una cajita sincronizada con el mundo y saber que una araña, un motor, un bicho, otra máquina, va a pasar sus patitas, sus infinitas patitas, por mi texto minúsculo, irrelevante. Va a decodificarlo y recodificarlo, a indexarlo, a tratar de interpretarlo y sin embargo no va a leerlo. Y precisamente por eso va a quedarse mucho más lejos que tú. Que leerás esto tarde, o pronto, quién lo sabe. Sin necesidad de patas de araña, de robots.