Tags: #feminismo #interseccionalidad
Yo nací un soleado día de marzo. A mediodía. Un médico me miró los genitales y determinó que era niña. Hasta ese momento iba a ser un niño llamado Carlos por algo que otro médico vio en una ecografía.
Esa diferencia externa, sin más, determinó que pasase a ser Beatriz, que me agujereasen las orejas para poder llevar pendientes, , que me dejasen el pelo largo, que me enseñasen a hablar bajito, sentarme con las piernas juntas, ocupar poco espacio, hacer poco ruido, responder poco, sonreir mucho, callarme más.
No nací mujer, llegué a serlo. Y lo asumí como algo inmutable. Mi madre decía que ella quería haber sido un niño porque los chicos podían hacer más cosas. Yo no la entendía y hasta cierto punto sigo sin hacerlo. No quiero ser un hombre, definitivamente, por más ventajas que tenga. Supongo que porque su reflexión y la de las mujeres de su generación consiguió dejarnos a nosotras un poco más de espacio, dentro de los límites de lo aceptable en las mujeres, claro.
En los 50 ser etiquetada como mujer era todavía peor que en los 80. Y la educación de la sección femenina no les dejó a nuestras madres mucho aire para respirar entre la presunta realidad inmutable y lo que sentían todo el rato. Lo malas mujeres que eran cada vez que se paraban a pensarlo. Así que seguían adelante como podían.
No nací mujer, llegué a serlo y lo asumí como algo inmutable a pesar de que el concepto de mujer en el que me educaron a mi no se parecía en muchas cosas al concepto de mujer en el que educaron a mis abuelas. Pero a pesar de todo esto durante muchos años mi lucha no fue contra la categoría mujer: fue contra el contenido de esa categoría. Sigue siéndolo la mayor parte del tiempo si no me paro a pensarlo. Sigo cometiendo ese error demasiadas veces.
Desde muy pequeña decía “las niñas también....” y me peleaba para que en la categoría mujer cupiesen mujeres como yo y también mujeres totalmente distintas a mi. Nunca por salir de la categoría mujer ni tampoco porque dejase de existir una organización del mundo en el que lo que yo era, vivía, sentía, pensaba y hacía dependía de la apariencia de mis cuerpo.
Luchaba por ampliar la jaula. Digamos.
Cuando naces, creces, te educas en un sistema patriarcal y capitalista hay cosas que no te paras a pensar tan facilmente.
Como por ejemplo qué tiene de beneficioso para la mayoría de la humanidad etiquetarla en función del aspecto externo de sus genitales y asociar unas características presuntamente inmutables (y que sin embargo cambian todo el rato cuando le conviene al sistema) a ese aspecto.
Hasta que un día te paras. Porque tienes 14 años y una bibliotecaria te lleva de la mano a cierta estantería y hay un libro que te recuerda varios diálogos de broma en pelis, series y esqueches de la tele.
En los 90 leer a Simone era de mujeres repelentes y aburridas a las que los galanes de las películas fingían escuchar para poder tener sexo con ellas. Y yo tenía 14 años y solo pensaba “qué tendrá de malo Simone, cómo se escribe Beauvoir, cómo se pronuncia Beauvoir y por qué demonios un tío querría sexo con una mujer que le parece repelente y aburrida”
Todavía no sabía entonces que para muchos hombres follar es siempre y solo una muestra de poder y no de deseo.
En los 90 leer a Simone era de repelente y yo nunca jamás he sido simpática. Así que leí a Simone. Entendí muy poco. Pero me quedó muy claro que no se nace mujer, que se llega a serlo y que “las restricciones que la educación y la costumbre imponen a la mujer limitan su poder sobre el universo”.
Tampoco sabía entonces que hay más definiciones de poder que las que me enseñaban los hombres. Aunque estaba empezando a entenderlo sin darme del todo cuenta.
Porque leí aquella frase de Simone y quería tener poder sobre el universo. No tener límites. Y cuando pensaba en qué haría yo con el poder, eso tenía siempre muy poco o nada que ver con imponerles a otros mis formas de vivir, pensar o sentir.
En el 95 había un concurso de debate sobre la necesidad de tomar medidas para la igualdad entre hombres y mujeres y mis compañeros de clase me señalaron como candidata. A los 15 ya daba la paliza bastante con “la igualdad”. Estaba empezando a pensar con excesiva frecuencia en todas las implicaciones insufribles que tenía para mi ser mujer.
No podía elaborarlo aun. Pero una cosa que llevaba años molestándome era no tener derecho a que mis enfados se tomasen en serio. Y eso me enfadaba muchísimo mas, claro. Me sigue enfadando muchísimo más, realmente. Y hemos avanzado muy poco en esto también.
Todavía no me había parado a pensar jamás en el género. En el binarismo. En todas esas palabras que a los raesaurios y a los machiprogres y a los fachas vestidos de lagarterana les parecen horribles porque nos dan herramientas para pensar el mundo desde sitios que no controlan.
Pero ya no son los 90. Ya no tengo 15 años, he olvidado casi todo lo que leí de Simone como de contrabando, de pie en la biblioteca municipal Rosa Chacel que llevaba un año escaso abierta y todavía olía más a mueble nuevo que a libros y polvo.
Ya no son los 90 y las mujeres trans, los hombres trans, han venido a mi vida a cuestionar las categorías mujer y hombre tal y como las entiendo o las entendía.
No ha sido fácil para mi. Sigue sin serlo muchas veces. Nadie dijo que fuese fácil ser feminista. Pero es importante.
Ni siquiera estoy segura de ser capaz de terminar de escribir esto sin decir alguna burrada, hacer daño a alguna persona trans.
Las mujeres trans llegaron a mi vida a través de Bibiana Fernandez, que todavía era Bibi y más en concreto “Manolo”. Es un tío, un travelo, decian los adultos a mi alrededor. No ves sus manos? No ves su estatura? No ves su nuez?
Era gracioso porque en mi casa mi madre es más alta que mi padre. Pero tiene las manos pequeñas. Y supongo que eso compensa el terrible error de medir más de 1,60 y pesar más de 50 kilos.
Era gracioso porque aunque crecí oyendo mensajes horribles sobre mi cuerpo demasiado grande, demasiado gordo, demasiado torpe y demasiado mal yo miraba el cuerpo de mi madre y lo veía fuerte. Poderoso. Y no entendía muy bien qué tenía de malo “acabar como ella”.
Bueno, he acabado claramente peor según los estándares. Ocupo mucho más espacio que mi madre. Me gusta ocuparlo.
Me hace menos “femenina” y eso, que antes era malo, pasó de pronto a ser, como el feminismo, importante.
Las mujeres trans llegaron a mi vida como una excepción de la que los adultos se reían para hacerme plantearme una vez más qué me convertía en mujer.
En 1998 alguien me dijo que era muy femenina y me lo tomé como un elogio sorprendente. Nadie jamás hasta ese momento me había considerado un ser de calidad suficiente dentro de la categoría mujer.
Pregunté por qué. No me supieron explicar qué me hacía femenina. No olvidé aquella conversación en unas escalera de mármol y me he arrepentido muchas veces de haber vivido aquello como algo bueno.
Casi me rindo.
Casi. Pero no. Aquí estoy. Después de Bibiana llegaron muchas otras. Espero que lleguen muchas más. Mujeres que hacen como hacemos todas a veces, potenciar lo femenino, lo que no molesta, lo que no hace daño, lo que nos identifica como mujeres, para no sentirnos fuera de lugar.
Y eso, de pronto, es un problema. Que una mujer trans a la que todo el mundo le dice que hace mal lo de la feminidad se esfuerce por ser “femenina” siguiendo los estándares de quienes deciden qué es ser mujer, de pronto las invalida.
Y a mi, en cambio, no. Por más incoherente que sea cuando me depilo.
Mi cuerpo tiene pelos. Pero eso no es femenino a pesar de que todo el mundo diga que soy mujer. Así que me arranco los pelos de las piernas, de los muslos, de las axilas. De cualquier lugar donde alguien opine que las mujeres no deberíamos tener pelo. Si una mujer trans hace eso mismo hay feministas que consideran que eso es problemático.
En nosotras no. En ellas sí.
No quiero que mi cuerpo geste ni para una criatura, no quiero criar un hijo. Y eso no es femenino. Llevo 30 años teniendo que justificar mi deseo de no ser madre. Teniendo que explicarlo. Siendo juzgada incluso por quienes dicen querereme que algunas veces piensan que no tengo hijos porque no he encontrado con quien. Resulta que es más bien al revés. Que mi negarme a ser una mujer como dios manda, mi negarme a parir o a gestar o a criar hijos me ha convertido en un problema que resolver para hombres que decían quererme.
He vivido todo eso y he vivido también cómo las mujeres trans me ponían delante del espejo de mis propios prejuicios sobre la categoría mujer y me hacían comprender que estaba siendo parte del problema al limitarme a agrandar la jaula. Pero a la vez se han convertido en unas aliadas maravillosas para ese primer paso de ampliar la jaula.
Ampliar el espacio que tiene la categoría mujer en el mundo y en mi cabeza.
Ya no pienso que una mujer es un ser humano que menstrúa. Resulta que hay mujeres cis que jamás han tenido la regla pero han sido colocadas en la categoría mujer sin más problema. Ya no pienso que una mujer es un ser humano con útero o matriz. Conozco a muchas mujeres que no tiene nada de eso y siguen siendo mujeres. Cuando yo era joven los médicos decían que iban a “vaciar” a las mujeres cuando les quitaban el útero. He visto a muchas mujeres sin útero bien llenas de cosas. Ya no se dice pero hay mucha gente que sigue pensando que las mujeres cis sin útero están vacías. Nadie duda, en cambio, de que son mujeres.
Ya no pienso tampoco que una mujer es un ser humano con tetas. Angelina Jolie, la Santa Águeda de nuestra época se las cortó y lo contó y sigue siendo mujer aunque no tenga tetas.
Y a base de pensar en las cosas que presuntamente les faltan a las mujeres trans para ser consideradas mujeres me he dado cuenta de que lo único que les falta es que los de fuera las etiqueten como mujeres. Y que lo único que todas nosotras necesitamos para ser mujeres es que otros nos digan que lo somos.
Me he dado cuenta también de lo poderoso de ponerte delante del mundo y decir eh: tú no me vas a decir a mi cómo me defino, cómo me etiqueto o dónde me colocó entre las opciones que me ofreces.
Y por eso me duele tanto oir estos días a mujeres hacer discursos, en nombre del feminismo, que podría hacer un señor de Vox.
Del mismo modo en que me duelen los discursos abolicionistas de la línea dura y por los mismos motivos.
El feminismo para mi implica cargarse el heteropatriarcado capitalista. Una organización del mundo que se basa en que para que unos pocos tengan recursos ilimitados otros muchos tienen que sufrir. En el post patriarcado no existirá el género: la gente nacerá y ningún médico mirará sus genitales para nada, porque no hace falta. En el post patriarcado “el problema” de lo trans no tendrá sentido porque cada persona vivirá como mejor le parezca independientemente de la forma o el tamaño de su cuerpo, del color de su piel. En el post patriarcado tampoco tendrá sentido hablar de gente hetero, gay, lesbiana o bisexual. La gente querrá y deseará y follará y besará y tocará y acariciará a quien quiera sin pararse a pensar en eso.
En el postpatriarcado la prostitución no tendrá sentido tampoco porque habemos dejado de entender el sexo como una forma de violencia que permite a una parte de la humanidad sentir que tiene el poder sobre otra parte de la humanidad.
Pero para ese mundo que ahora parece la utopía inalcanzable queda muchísimo.
Y mientras tanto tenemos la obligación de ampliar la jaula y proteger lo máximo posible a las personas del daño del sistema.
Llamar “tío” a una persona que te dice que es una mujer trans es lo contrario de proteger a nadie. Decirle a una mujer que se prostituye que está alienada y no sabe lo que dice es lo contario de proteger a nadie. Usar tu poder, tu espacio, tu voz pública para debilitar y hacer daño a quienes sientes distintos a ti o lejos de ti o peores que tú es lo contrario de avanzar hacia la utopía.
Y me preocupa y me duele. Somos nosotras las que deberíamos estar explicándole al mundo que mujer se llega a ser y que hasta la fecha hemos llegado a ser mujeres por imposiciones externas. Que ser mujeres implica ser personas con universos limitados y que el único camino es crear alianzas que nos permitan elegir por nuestra propia cuenta qué queremos llegar a ser y crear universos que, lejos de limitarnos nos hagan crecer.
A TODAS LAS PERSONAS.